La etiqueta de ‘inteligente’ se adhiere con creciente frecuencia a nuestras urbes, prometiendo eficiencia y una vida más cómoda. Sin embargo, para aquellos que constituyen el motor humano de estas metrópolis, la narrativa puede ser menos brillante y más compleja. Desde el advenimiento de las primeras infraestructuras de telecomunicaciones hasta la proliferación actual de sensores y plataformas de datos, Uruguay ha observado de cerca, y en ocasiones implementado tímidamente, las tendencias globales en urbanismo tecnológico. Pero ¿qué significa realmente esta ‘inteligencia’ para el capital humano que sostiene el andamiaje social y económico de nuestras ciudades?
Desde mediados del siglo XX, Uruguay ha navegado diversas olas de modernización infraestructural, desde la electrificación masiva hasta la digitalización de servicios públicos. Cada etapa generó promesas de progreso y, paralelamente, incertidumbres en el ámbito laboral. Hoy, la visión de ciudades ‘inteligentes’, con sus sensores omnipresentes y redes de datos, se presenta como el siguiente gran salto. Sin embargo, la perspectiva desde Recursos Humanos nos obliga a templar el entusiasmo con un análisis pragmático: ¿quién absorberá los costos de esta eficiencia? La automatización del transporte público, la gestión de residuos o la seguridad urbana, si bien pueden optimizar recursos, plantea un interrogante directo sobre miles de empleos. Pensemos en los conductores de ómnibus, los recolectores de basura, o incluso ciertos roles administrativos municipales, cuya labor podría verse redundante ante sistemas autónomos o algoritmos de gestión predictiva. El argumento de que se crearán nuevos puestos de trabajo en el sector tecnológico, aunque válido en teoría, a menudo ignora la brecha masiva de habilidades que existe en nuestra fuerza laboral actual. ¿Estamos realmente preparando a la población activa uruguaya para transicionar de roles operativos a especialistas en ciberseguridad urbana o analistas de datos para semáforos inteligentes?
Más allá de la mera supresión de puestos, la ‘inteligencia’ urbana impacta cualitativamente en la experiencia del trabajador. La proliferación de cámaras de vigilancia inteligente, sistemas de reconocimiento facial y plataformas de seguimiento vehicular, si bien prometen mayor seguridad o eficiencia logística, también generan un entorno de supervisión constante. ¿Cuál es el límite entre la seguridad pública y la intromisión en la privacidad de los ciudadanos y, en particular, de los trabajadores que operan en estos espacios? La tensión entre eficiencia y autonomía individual se vuelve palpable. Además, la promesa de una ciudad conectada ignora la persistente brecha digital en Uruguay. Mientras una porción de la población puede adaptarse y beneficiarse de nuevas herramientas digitales para teletrabajo o servicios a demanda, otra, a menudo de menores recursos o con acceso limitado a la capacitación, corre el riesgo de ser marginada, viendo cómo las ‘ventajas’ de la ciudad inteligente se traducen en barreras adicionales para su participación plena en la economía y la sociedad. La verdadera inteligencia de una ciudad no debería medirse solo por la cantidad de datos que recopila o la velocidad de sus redes, sino por su capacidad de integrar, proteger y potenciar a todo su capital humano, sin dejar a nadie atrás en la carrera por una utopía tecnológica que, en la práctica, a menudo prioriza la máquina sobre el hombre.