
Mirando hacia el corto plazo, la incorporación de tecnología emergente se perfila como un *game-changer*. Desde el uso de drones para inspecciones de altura hasta la implementación de sensores inteligentes que monitorean condiciones ambientales o la proximidad de maquinaria, las herramientas digitales están transformando la gestión de riesgos. Pensemos en plataformas BIM que permiten simular escenarios de riesgo y planificar rutas de evacuación o zonas de exclusión con una precisión inédita, elevando la eficiencia preventiva a otro nivel.
Pero la tecnología y la planificación son solo la mitad de la ecuación. La cultura de seguridad es el andamiaje invisible que sostiene todo. Esto se traduce en programas de capacitación constantes y relevantes para cada rol, desde el operario hasta el director de obra. No se trata solo de cumplir con la normativa, sino de fomentar una mentalidad donde la seguridad es responsabilidad de todos, un valor intrínseco. El liderazgo visible y el empoderamiento de los equipos para identificar y reportar riesgos sin temor son cruciales. Un mercado maduro, como al que aspiramos en el Mercosur, entiende que la prevención de accidentes mejora la moral del equipo y reduce la rotación, impactando directamente en la productividad y la calidad del trabajo.
Finalmente, desde una perspectiva de mercado, las empresas que invierten proactivamente en seguridad no solo evitan sanciones y costos directos asociados a accidentes (médicos, reparaciones, licencias), sino que construyen una reputación sólida. En un entorno donde la licitación de proyectos se vuelve más competitiva, las credenciales en seguridad son un diferencial clave. Los clientes, las aseguradoras y hasta los inversores miran con lupa el historial de siniestralidad y las políticas preventivas de las constructoras. A corto plazo, esta proactividad se traducirá en mejores contratos, primas de seguro más bajas y, en definitiva, una posición de liderazgo en el dinámico panorama de la construcción en el Mercosur.