
El problema no es solo la cantidad de agua, sino cómo esta interactúa con cuencas cada vez más intervenidas, y cómo nuestra planificación urbana, muchas veces, ha ignorado la dinámica natural de los ríos. Es un tema complejo que va más allá de un simple cálculo estructural. Se trata de entender que cada peso invertido en una barrera rígida podría estar mejor aprovechado en una estrategia más holística. Nos enfrentamos a un escenario donde el tiempo para reaccionar se agota, y la presión sobre el sector de la construcción y la ingeniería para proponer soluciones efectivas y duraderas es enorme. Es un cambio de mentalidad que implica repensar desde el diseño hasta la ejecución y el mantenimiento, considerando el ciclo de vida completo y la resiliencia del entorno.
La cosa es que en Chile, aunque tenemos la capacidad técnica, a menudo la inversión y la visión estratégica han privilegiado soluciones más rápidas y visibles, pero no necesariamente las más resilientes a largo plazo. La proyección, para ser francos, nos obliga a un cambio radical. Estamos hablando de integrar soluciones basadas en la naturaleza, como humedales artificiales y restauración de meandros, con infraestructuras ‘inteligentes’ que se adapten a la crecida. El impacto a futuro de no hacer esto es un costo social y económico brutal: más reconstrucciones, más vidas en riesgo y una constante erosión de la confianza en la capacidad del Estado. Para los equipos de trabajo en obra pública, esto significa un giro hacia la interdisciplinariedad, la modelación predictiva avanzada y, fundamentalmente, la planificación de cuenca a cuenca, con una visión de décadas, no de uno o dos periodos de gobierno. Es un desafío inmenso, sí, pero también una oportunidad para elevar el estándar de nuestra ingeniería civil y la calidad de vida de nuestros ciudadanos.