
Aquí es donde la cautela se vuelve indispensable. Para Chile, la tentación de replicar modelos exitosos sin una adaptación crítica puede ser riesgosa. La configuración urbana de ciudades como Santiago, con sus desafíos de conectividad y densificación, exige que cualquier proyecto de campus corporativo o polo tecnológico se integre de manera inteligente con la infraestructura existente y no cree ‘burbujas’ aisladas. Se requiere un análisis profundo de la ubicación, la accesibilidad del transporte público, la cercanía a servicios esenciales y la capacidad de atracción de talento cualificado, que no siempre reside en el centro de la ciudad.
Desde una perspectiva comercial, los desarrolladores y las empresas deben evaluar si la inversión en un campus propio justifica el costo versus soluciones más flexibles como los espacios de coworking premium o la consolidación en edificios de oficinas ya establecidos. El impacto en la productividad, la mejora del employer branding y la capacidad de innovar son variables cualitativas difíciles de cuantificar, pero son la clave del éxito. Un ‘informe de impacto’ bien estructurado debería considerar no solo los costos de construcción y operación, sino también el valor estratégico de la marca, la capacidad de atraer a los mejores talentos y la resiliencia del diseño ante futuras necesidades. En un panorama emergente como el nuestro, la visión a largo plazo y una ejecución meticulosa serán el pilar para que estos polos tecnológicos y campus corporativos se conviertan en verdaderos motores de crecimiento, y no en costosas declaraciones de intenciones.