
En el Hemisferio Sur, particularmente en mercados emergentes como Chile, la volatilidad de los precios del diésel y la electricidad afecta directamente la logística y el consumo de maquinaria pesada. Se estima que, para el año 2030, la componente energética podría representar hasta un 15-20% del costo total directo de obra en proyectos de gran envergadura si las tendencias actuales persisten, una cifra que contrasta con el 5-8% histórico de una década atrás. Esta proyección subraya la urgencia de adoptar estrategias proactivas. La respuesta no radica solo en la eficiencia energética del edificio terminado, sino en la gestión energética inteligente durante todo el ciclo de vida del proyecto, desde la excavación hasta la entrega.
Desde una óptica internacional, observamos cómo mercados asiáticos, como Singapur y Corea del Sur, están invirtiendo fuertemente en redes eléctricas inteligentes (smart grids) y en la integración de energía solar fotovoltaica en fachadas y cubiertas como estándar de diseño, no como una opción ‘verde’ adicional. Estas naciones entienden que el ‘costo de la luz’ no es solo un ítem en la factura, sino un activo estratégico. La opinión dominante entre los líderes del sector es que el futuro de la construcción pasará inexorablemente por la descarbonización activa de las obras y la generación distribuida, transformando cada proyecto en una micro-red o al menos en un consumidor con capacidad de respuesta. Mirando hacia 2035, la anticipación es que los criterios de inversión evalúen la resiliencia energética de los proyectos con la misma o mayor intensidad que la estructural o la estética, forzando a una reingeniería profunda en la cadena de valor de la construcción global.