
La realidad es que el paisaje ciclista en nuestras principales urbes es heterogéneo. Desde los corredores bien señalizados y relativamente seguros de algunas avenidas porteñas, hasta los fragmentos incompletos o mal mantenidos en ciudades del interior, el panorama dista de ser uniforme. Los presupuestos de obra pública, a menudo fluctuantes y sujetos a los vaivenes políticos, han permitido avances significativos en ciudades como Buenos Aires, Rosario o Córdoba, pero la ejecución a veces prioriza la cantidad sobre la calidad o la interconexión lógica. Vecinos y usuarios se quejan de tramos que terminan abruptamente, de la falta de bicicleteros seguros o de la pobre iluminación nocturna.
Mirando hacia el futuro, las tendencias indican una mayor integración de la bicicleta con el transporte público y el auge de las bicicletas eléctricas, que amplían el alcance de los ciclistas. Sin embargo, para que estas proyecciones se materialicen en una red funcional y segura, se necesita más que buena voluntad. Los expertos en urbanismo y movilidad insisten en la necesidad de planes maestros a nivel metropolitano, que trasciendan las gestiones municipales y que incorporen datos de uso real, seguridad vial y conectividad con nodos de transporte. La inversión en infraestructura no puede ser un fin en sí mismo, sino una herramienta para un objetivo mayor: una movilidad urbana eficiente y accesible para todos. Esto implica pensar en la señalización inteligente, la seguridad de cruces, y sobre todo, en la educación vial para ciclistas y automovilistas. Si el Mercosur quiere ponerse a la altura de las ciudades europeas con sus redes ciclistas envidiables, no podemos seguir con la estrategia del ‘parcheo’. Es hora de dejar de improvisar y empezar a planificar con una visión de décadas, no de mandatos.